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cronicas de ayer y hoy: ADELAIDA LA CURIOSA IMPERTINENTE

Fueron dos hermanas que pertenecieron a la clase acomodada de a fines del siglo pasado, vivieron por el tranquilo barrio de la Purísima, la mayor se llamó Adelaida y en el tiempo en que se vio envuelta en el raro caso que vamos a tratar, ya pisaba los umbrales de los 40 años, la menor de nombre Alejandra andaba por los 30 abriles, por lo que se puede decir que ambas ya no se cocían al primer hervor.
Su desahogada posición les permitía tener una bonita casa, con su patio lleno de macetas con helechos y geranios y otras plantas y pendía de los arcos de medio punto que enmarcaban los frescos corredores jaulas con canarios brillantes como flores de oro y melodiosos como una flauta mágica que llamaban de armónicas cadencias la casa de las Peñalba.
Alejandra era alegre y comunicativa, era quien cuidaba a los canarios y cultivaba las macetas, mientras hacía estos quehaceres cantaba alegres tonadas de la época, las viejas sirvientes la querían como a una hija, la llenaban de mimos y estaban pendientes de sus máximos deseos que para ellas eran órdenes.
En cambio Adelaida, era el reverso de la medalla, mal humorada, autoritaria siempre hablaba a las mucamas con frases agrias e hirientes y pasaba los días en sus habitaciones haciendo labores de aguja, y leyendo raros libros, afición poco común en las señoritas de ese tiempo.
Eran huerfanas y vivían de lo heredado, de sus progenitores, muy recatadas en cuestiones de noviazgo, tenían escogidas amistades entre las que había un anciano sacerdote, de vida ejemplar y varias señoritas que como ellas eran hijas de María.
Cómodamente se deslizaba el tiempo en la casa de las Peñalba y así hubiese sido por muchos años de no haber tenido Adelaida una extraña afición, la cual consistía en atisbar a través de los visillos de su ventana lo que pasaba por la calle en las latas horas de la noche, por lo que miraba y oía más cosas nada edificantes, más ella la subyugaba tan extraña costumbre.
Sucedió que una noche escuchó ruido, de pasos que iban que iban y venían frente a su ventana, ella que creía no ser vista, escrutaba los movimientos de la magra figura que los ocasionaba, pese a la obscuridad en ese tiempo, no había alumbrado público, podía notar que se trataba de un caballero joven, con sombrero de copa y capa española el cual sin preámbulos llegó a la ventana y a través de la reja le habló. Lo que a ella llenó de asombro, pues creía que observaba sin ser detectada y sucedió que el caballero se daba cuenta de su presencia. Señorita Adelaida – dijo el desconocido- perdone usted mi atrevimiento de hablarle en esta circunstancia y hora, más estoy en una grave necesidad, traigo dos cirios que he de entregar mañana pero tengo que hacer una diligencia esta noche y me es engorroso andarlos cargando, por lo que le suplico respetuosamente me hiciera el favor de guardarlos por esta noche vendrá mañana por la tarde por ellos y sin esperar respuesta los entregó a Adelaida, como hipnotizada los recibió solo atinó a decir ¿Quién es usted? y el contestó -soy su más rendido admirador y se retiró y perdió en la negrura de la noche.
Adelaida guardó en un cajón de una cómoda el extraño paquete al tiempo que el reloj parroquial sonaba las doce campanadas de la noche. La impertinente señorita sintió un escalofrío que penetró hasta la médula de sus huesos.
No cerró los ojos la curiosa impertinente el resto de la madrugada.
Sentía cierto malestar, aunque que a veces, le seducían el extraño deseo de saber quien era el extraño caballero, que con cierta galantía la había tratado.
La luz del nuevo día se empezó a filtrar por las celosías de su ventana las campanas de las diversas iglesias llenaban de musical encanto los barrios de la ciudad, llamando a misa a los católicos habitantes, los pastillos de la puertas se empezaron a recorrer y a salir de aquí y de allá personas de diferentes edades y condición social, para dirigirse a los lugares santos, Adelaida no era piadosa, a pesar de cultivas amistades como hemos mencionado, pero ese día sintió un deseo irresistible de confesar sus culpas y así lo hizo. Fue al templo de la Purísima y en la paz discreta del confesionario dio cuenta al anciano capellán de los extravíos de su conducta.
El sacerdote era un hombre instruido, y benévolo la exhortó a cambiar de vida y le puso en guardia, ante el misterioso personaje, y la mandó revisar el extraño paquete que le encargó.
Confortada salió del templo la jamona mujer al llegar a su casa se encontró con Alejandra que alegre como una colegiala, entonaba alegres canciones al tiempo que ponía alpiste y tiernas hojas de lechuga, en las jaulas de sus canarios.
Sin tomarla en cuenta siguió para sus habitaciones, y lo primero que hizo al entrar, fue revisar, el envuelto que ella creía eran grandes cirios, pero al desenvolverlos, encontró  que eran antebrazos peludos, con grandes uñas y de un fétido olor, al verlos dio un espantoso grito y cayó muerta.
Alejandra la escuchó y corriendo fue a ver lo que pasaba y tras ella las dos viejas sirvientas que hacían cruces al mirar aquellos miembros diabólicos, una de las criadas corrió a llamar al capellán de la Purísima, mientras Alejandra y la otra fámula como pudieron llevaron el cuerpo exámine de Adelaida a su lecho.
Al llegar al sacerdote a la casa de las Peñalba, quedó desconcertado, las criadas se desgañitaban como plañideras bien pagadas, entre sus llantos querían hablar la mismo tiempo y ponerlo en antecedentes, Alejandra dominando su histeria llevó al sacerdote a donde habían dejado los antebrazos diabólicos pero estos habían desparecido. A raíz de estos acontecimientos Alejandra se fue de Monja las sirvientas quedaron de por vida en la casa de las Peñalba y no obstante haber prometido no divulgar el extraño suceso tarde se les hacía que se fuera Alejandra, para contárselo a sus amistades, y en confianza lo contaron a la señorita María Bocanegra, después de que esta prometió no contarlo a nadie, pero en confianza lo contó a una tía que a su vez lo confió a mi persona y ya de confianza se consigna aquí después de usar la fórmula del culto escritor tapatío Ing. Benitez, quien siempre antecedía sus artículos con la sencilla frase: «Como me lo contaron se los cuento».
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