(NP).- Hace 71 años el primero de marzo de 1952 falleció a los 79 años de edad el creador de la novela revolucionaria “Los de abajo” el Doctor Mariano Azuela González, nacido en Lagos de Moreno, el 1 de enero de 1873 en la actual Calle Victoria esquina con Callejón del Ratón en el añejo Barrio de San Felipe.
Una batalla en la estación de ferrocarriles de Lagos de Moreno, perdida por los villistas frente a los carrancistas, ocurrida el 29 de junio de 1915, será clave del destino del escritor Mariano Azuela.
Los carrancistas se afianzaron de la plaza de Lagos expulsando las fuerzas villistas de Julián Medina y por ello el escritor Mariano Azuela colaborador de Villa, también tuvo que huir primero a Guadalajara y luego hacia el Paso Texas, donde escribirá su obra cumbre Los de Abajo.
Aquí te presentamos algunos fragmentos de la obra “Los de Abajo” de Mariano Azuela.
«Entre las malezas de la sierra durmieron los veinticinco hombres de Demetrio Macías, hasta que la señal del cuerno los hizo despertar. Pancracio la daba de lo alto de un risco de la montaña.
— ¡Hora sí, muchachos, pónganse changos! —dijo Anastasio Montañés, reconociendo los muelles de su rifle.
Pero transcurrió una hora sin que se oyera más que el canto de las cigarras en el herbazal y el croar de las ranas en los baches.
Cuando los albores de la luna se esfumaron en la faja débilmente rosada de la aurora, se destacó la primera silueta de un soldado en el filo más alto de la vereda. Y tras él aparecieron otros, y otros diez, y otros cien; pero todos en breve se perdían en las sombras. Asomaron los fulgores del sol, y hasta entonces pudo verse el despeñadero cubierto de gente: hombres diminutos en caballos de miniatura.
¡Mírenlos qué bonitos! —Exclamó Pancracio—. ¡Anden, muchachos, vamos a jugar con ellos!
Aquellas figuritas movedizas, ora se perdían en la espesura del chaparral, ora negreaban más abajo sobre el ocre de las peñas. Distintamente se oían las voces de jefes y soldados. Demetrio hizo una señal: crujieron los muelles y los resortes de los fusiles.
— ¡Hora! —ordenó con voz apagada.
Veintiún hombres dispararon a un tiempo, y otros tantos federales cayeron de sus caballos.
Los demás, sorprendidos, permanecían inmóviles, como bajorrelieves de las peñas.
Una nueva descarga, y otros veintiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.
— ¡Salgan, bandidos!… ¡Muertos de hambre!
—¡Mueran los ladrones nixtamaleros!…
—¡Mueran los comevacas!…
Los federales gritaban a los enemigos, que, ocultos, quietos y callados, se contentaban con seguir haciendo gala de una puntería que ya los había hecho famosos».