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lunes, noviembre 18, 2024
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CRÓNICAS DE AYER Y HOY POR JESÚS MARTÍNEZ RAMÍREZ. RE EDICIÓN DE COLECCIÓN…

La componían la mamá llamada doña Lucrecia Guzmán, Agustín y Lola ASIOS, fueron originarios de San Juan de los Lagos, e igual que la familia Pérez Salcedo, «venidos a menos». Cuando los conocí ya rebasaban los 60 años pero tenían un corazón de niños, Agustín que más entendía por «Tatín» era el mayorazgo de la familia y como tal era quien decidía lo que se debía hacer.
Durante 30 o 40 años trabajó como «mozo» en el juzgado de primera instancia y también tocaba la tambora en la banda municipal, fue muy popular por su carácter simplón aunque las bromas que le dirigían las respondía con finas agudezas.
Lola llevó mucha amistad con una tía mía a la que contaba muchos episodios de su ya lejana juventud, entre otras cosas decía que sus antepasados fueron judíos conversos pero a pesar de ello los siguieron molestando los de la Santa Inquisición, por lo que decidieron cambiar su residencia a la villa de San Juan, nunca ha habido un judío pobre pero Tatin y Lola fueron la excepción de la regla, pues había días que no tenían un pedazo de pan para llevar a su boca por lo que visitaban a sus amistades y además de su plática amena ayudaban en los quehaceres de la casa para que los invitaran a comer y luego a cenar.
Uno de tantos días, Lola se hizo amiga de una señora de cuyo nombre no me quiero aoordar quien vivió por el llamado Barrio Arriba, dicha mujer practicaba la brujería, pero no sabía leer, por lo que empezó a cortejar a la Asios con visitas y regalos, a veces le llevaba un pollito gordo, otras una libra de ternera y cuando menos era el regalo una olla de bien.
Cabe decir que Lola vio el cielo abierto en aquella amistad, pero como era devota de la Virgen del Rayo, a la que se le pide: un trabajo sin buscarlo y una limosna sin pedirla, creyó que a un milagro de dicha virgen se debía las dádivas, después de una temporada de obsequiar a Lola, la analfabeta bruja creyó oportuno plantearle el problema que la aquejaba, por lo que un día la invitó a su casa donde la atendió como se recibe a una persona de calidad, -Como en efecto lo era Lola aunque pobre- para  despedirse la Asios, le dijo la bruja, que si le hacía favor de leerle algo que había en un libro que había heredado de sus padres, que en gloria estaban, Lola tomó el libro en sus manos y empezó a deletrear palabra de un significado confuso, pues había invocaciones y conjuros que ella no entendía. La bruja quedó maravillada y le dijo, que si esas mismas páginas las leía a media noche de un viernes, ella le pagaba 50 pesotes de aquellos del 0720, a esto respondió Lola que era muy difícil conseguir un permiso a esa hora de su hermano Tatin.
La bruja se encargó de arreglar el permiso y la noche del tercer viernes del mes, indicado en los ritos brujanos, salió Lola acompañada de Tatín quien la entregó a La Bruja a la puerta de la casa de ésta; que ajeno estaba el buen hombre del peligro en que dejó a su célibe hermana, la bruja la condujo a una vieja sala donde de antemano había pintado unos círculos con la sangre de un gallo negro, además había un trozo de cable con que se había ahorcado «El Tacón», hace unos años una calavera, unas velas de cebo ardiendo, por la parte gruesa y otras sabandija que por la emoción olvidó la citada lectora, cuando el reloj parroquial sonó la última campanada de las doce de la noche y que en ese tiempo dada la paz que había en nuestra ciudad, se oían en todos los ámbitos de la monacal población; empezó Lola a leer las demoniacas invocaciones, y al llegar a cierta parte se oyó tal estruendo y se desató un huracán que amenazaba con desgajar un pirul, esto y los aullidos de un perro pupilo de la bruja llenaron de pánico a Lola quien sin hacer caso a las blasfemas brujanas, sacó un Cristo que siempre llevaba al cuello, y salió corriendo de la nefasta casa.
A la una de la mañana llegó a su casa y toda sofocada platicó a Tatín y a su madre su amarga experiencia, y a las siete de la mañana del mismo día cayó a los pies de su confesor que era nada menos que el recto cura Don José Miguel Alba, quien al oír la confesión de la Asios, gritaba ¡Anatema! ¡Anatema! y poco faltó para que la excomulgara pero al conocer que había más ignorancia que malicia en la conducta de Lola, la perdonó pero la dio una severa penitencia…

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