Durante más de medio siglo, doña Virginia Aguilera fue la aficionada número uno de la lucha libre mexicana. La pasión le nació en la Arena Roma Mérida allá por 1934, cuando presenció un combate entre El Caballo Bayo y El Santo, que aún no llevaba ese nombre glorioso.
Su primer amor en la lucha fue naturalmente El Santo; el último, El Perro Aguayo, a cuya imagen estampada en un póster daba un beso diario.
Sus tesoros más preciados eran, por supuesto, máscaras y cabelleras: «máscaras que me han regalado los famosos luchadores, con dedicatorias». En cuanto a las cabelleras, ella misma las recogía de las lonas: «Recojo los mechones todavía manchados de sangre y me los meto a la bolsa, cuando llego a mi casa los lavo muy bien, los pongo a secar y después los envuelvo como un recuerdito». El inquietante testimonio de los Hércules vencidos que amorosamente coleccionó, fue exhibido en el Palacio de Bellas Artes, con el motivo de la exposición ‘Asamblea de Ciudades’.
Doña Virginia sabía que el público de la lucha está formado por salvajes: «En cuanto a nosotros, a la gente, somos unos bárbaros: vamos a la lucha porque nos gusta ver cómo se matan unos cristianos a otros. Sin embargo, en ninguna otra parte me siento tan contenta ni me divierto tanto como en la arena».
A los 97 años se le cumplió el deseo de dejar esta vida, no en un frío hospital sino en su propia casa, rodeada de la infinidad de fotos y posters de los luchadores que adornaban los muros de sus habitaciones.